lunes, 22 de octubre de 2012

Las voces del doblaje y el subtitulado

Por Marcelo Stiletano | LA NACION

En la primera escena, del pico de un pájaro salen ladridos. En la segunda, un mono relincha. En la tercera, vemos mugir a un tigre de Bengala. Todas tienen igual duración, incluyen imágenes tomadas de sendos documentales y aparecen acompañadas por la misma leyenda: "Puede parecer gracioso, pero no es lo mismo". La conclusión también es coincidente: "No al doblaje, sí al idioma original".
Debe haber muy pocos antecedentes en la TV de una campaña de este tipo, dirigida con toda claridad al corazón del mismo medio. Mucho más si tenemos en cuenta que el canal que levanta esa bandera (la señal de cable I.Sat) pertenece a un holding de señales en cuyo interior también se pone en práctica lo que aquellas imágenes objetan. Toda una paradoja que, curiosamente, ilustra mejor que cualquier otro argumento el fondo de la cuestión: estamos en el medio de una larga e irresuelta disyuntiva que coloca frente a frente al doblaje y al subtitulado. Dilema por fortuna ajeno a la beligerancia de otras duras querellas mediáticas de estos días, pero al que le cabe en la actualidad un cuadro de situación equivalente al de la guerra de posiciones si recurrimos al lenguaje estratégico para entenderlo.
Si llevamos esta fórmula al extremo, hasta podríamos ver en el mapa a buena parte del planeta dividida por colores según las preferencias por uno o por otro sistema, lo que nos lleva a los orígenes de la historia. Todo empezó allá lejos con el surgimiento del cine sonoro, que dejó de lado esa uniformidad previa que emanaba del lenguaje mudo y de los intertítulos a modo de separadores. Desde entonces, países como España, Italia y Alemania mantienen su preferencia por el doblaje, originado en el período de entreguerras del siglo XX ante la necesidad de ampliar la difusión del cine en una población que estaba por entonces (sobre todo en la península ibérica) apenas iniciando el tránsito hacia una alfabetización masiva. Hoy, con una realidad completamente opuesta, la práctica sigue tan arraigada que en Italia, por ejemplo, hay actores famosos que también llegan a destacarse por ser la voz en ese idioma de alguna figura (Woody Allen, por ejemplo) a lo largo de varias décadas.
Dentro de este bosquejo, la Argentina se habituó con el tiempo al planteo contrario, es decir, la opción por las voces originales y el consecuente uso de los subtítulos. Una preferencia que pareció fortalecerse con la devoción cinéfila de los años 60 y 70 en las salas de arte y que encontró de un tiempo a esta parte una nueva manifestación en la TV, un medio que había recurrido en sus orígenes a las latas (cine y series) con idioma original y más tarde se acostumbró a un viraje hacia nuestro idioma de la mano de aquella gloriosa generación de doblajistas mexicanos que todavía disfrutamos gracias a los dibujos animados y a series imperecederas como Super Agente 86 .
Hoy, el panorama exhibe precisos matices. Junto a las excepciones que siempre confirman la regla (en una línea precisa que va de Los Tres Chiflados a Los Simpson ), el televidente local más conocedor e inquieto por la novedad siempre se inclina por el material subtitulado, cuyo valor agregado queda en evidencia: más apertura al mundo, más vocación por conocer otras lenguas, más consideración por la obra original de un artista. Se trata de una percepción sin fronteras: el último ministro de Educación que tuvo en España el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, Angel Gabilondo, lanzó un debate para atenuar el doblaje, al que atribuía (como muchos de sus compatriotas) parte de las dificultades que encuentran los españoles para aprender otras lenguas.
Entre nosotros, esa misma discusión llegó por otras razones para quedarse el 1° de junio de 2011, reconocido por todos como el comienzo del crescendo que llega hasta hoy con la campaña de I.Sat. Ese día, Cinecanal anunció su decisión de prescindir para siempre del subtitulado que había caracterizado su condición de canal de cine premium en el básico de la TV paga y se volcó íntegramente al doblaje justificándose en el cambio de perfil de su audiencia regional. Decían sus responsables que para mantener un rating alto había que satisfacer la demanda de nuevos segmentos socioeconómicos emergentes que progresaban en la escala social y al acceder al cable preferían seguir viendo cine hablado en español.
De inmediato aparecieron apoyos y rechazos a una iniciativa que comenzó a expandirse hacia buena parte del arco televisivo. Algunas encuestas invocan la preferencia de los mayores de 50 años (con más dificultades para seguir el subtitulado) para sostener el avance del doblaje. Otras defienden el derecho de los hipoacúsicos, que no podrían ver tele de otra manera que con subtítulos. En línea paralela la cuestión progresa del lado del cine, donde la natural instancia de estrenar films destinados a la audiencia infantil empezaba a extenderse a películas dirigidas a adolescentes y jóvenes, aún con restricciones en la calificación.
Así las cosas, la discusión se hace eterna y hay dosis equivalentes de razonabilidad en los argumentos de todos los sectores. Parecen tener razón quienes atribuyen con cierta desazón el crecimiento del doblaje a nuevas generaciones más perezosas y menos predispuestas a descubrir la riqueza que ofrecen otros idiomas. Y del otro lado no pueden desdeñarse argumentaciones como las del director Adrián Caetano al defender el uso del doblaje por "la cantidad de información visual que se pierde al leer", según se menciona en la lúcida y amplia nota dedicada a este tema en el blog Micropsia, del periodista Diego Lerer.
Hay profusión de fórmulas intermedias. El holding Turner (al que pertenece I.Sat) encontró la medida de cierto equilibrio en canales como TBS y TCM, cuya programación se exhibe doblada al español por la tarde y subtitulada en el prime time nocturno. Warner emite sus series en idioma original y sus películas mediante doblaje, mientras HBO tiene su señal número 1 íntegramente subtitulada y su señal número 2 íntegramente hablada en nuestro idioma. Cinemax, baluarte del subtitulado, amagó en un momento con virar el 100% de su grilla al doblaje, pero más tarde volvió sobre sus pasos.
Detrás de una discusión que promete para los próximos tiempos no pocas novedades, giros y pronunciamientos asoman indicios de ciertos rumbos que podrían resultar irreversibles con el andar del tiempo. Por un lado, que el subtitulado terminará haciéndose fuerte en el espacio más exclusivo y costoso de la TV paga, el que corresponde a la franja de canales de alta definición. Y por el otro, que con el doblaje no sólo se alteran las voces de una película o una serie: ante todo se pierde todo el envoltorio sonoro original que sustenta y hasta llega a fundamentar el sentido de una obra. Alcanza como prueba casi irrefutable el ejercicio de ver Imparable, la excepcional película que marcó la despedida del cine de Tony Scott, primero en su versión original y luego con el doblaje al español. La experiencia mostrará dos obras bien diferentes. Algo que en un punto puede parecer hasta gracioso, pero no es lo mismo.
Fuente: Diario La Nación
Enlace: http://www.lanacion.com.ar/1519119-las-voces-del-doblaje-y-el-subtitulado

 



lunes, 8 de octubre de 2012

Los traductores por Antonio Muñoz Molina

Los traductores

Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector. Esa metamorfosis es más acentuada aún en cada traductor


Lo fundamental tiende a ser o a volverse invisible. Porque son fundamentales y porque su trabajo está en todas partes los traductores tienden a desvanecerse en la invisibilidad, y también porque cuando mejor hacen su oficio menos huellas quedan de él, hasta el punto de que parece que no hayan intervenido. Notamos que una traducción “nos chirría” de una manera parecida a como notamos el chirrido en los cambios de marchas que hace un conductor atacado o inexperto. Salta una palabra rara, un giro que visiblemente pertenece a otra lengua, y solo en ese momento recapacitamos de verdad en el hecho de estar leyendo una traducción. Que pensemos casi exclusivamente en el traductor cuando intuimos que se ha equivocado es una prueba simultánea del valor de ese trabajo y del poco reconocimiento que suele recibir, más todavía en unos tiempos en los que los textos circulan por Internet sin la menor constancia de su origen y en los que algunas personas imaginan que no hay mucha diferencia entre un traductor automático y un corrector automático de ortografía.
Pero quizás siempre ha sido así. Yo reparé en que la mayor parte de los libros que leía habían sido traducidos por alguien casi tan tardíamente como en que las películas tenían un director. Llevo toda la vida agradeciendo el efecto que tuvieron sobre mi imaginación y mi vocación las novelas de Julio Verne —no me acostumbro a escribir Jules—, pero nunca he pensado en las personas casi siempre anónimas que las traducían, seguramente con muy escaso beneficio, para las editoriales Bruguera, Sopena o Molino. La primera vez que supe el nombre de uno de los traductores de Verne fue cuando en los años de avaricia lectora de la universidad encontré las nuevas traducciones de algunas de sus mejores novelas que Alianza encargó a Miguel Salabert, que también tradujo de nuevo por aquellos años La educación sentimental y Madame Bovary. Pero quién habría traducido para mí sin que yo lo supiera El conde de Montecristo, o el Diario de Daniel o Papillon o Sinuhé el egipcio, por no ponernos exquisitos en el recuento de lecturas, o aquellas páginas de La peste que me parecía adecuado llenar de frases subrayadas, quizás con la esperanza de que alguien (del sexo femenino preferiblemente) tomara nota admirativa de mi agudeza intelectual.
Un amigo editor y poeta muy querido y monstruosamente sabio me aseguraba hace poco que ha decidido dejar de leer traducciones, porque ha llegado a la convicción de que le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce. Como en su caso éstas incluyen, que yo sepa, el castellano, el catalán, el francés, el alemán, el italiano, el latín y el inglés, tengo la impresión de que mi amigo no es muy representativo. Los demás, en mayor o menor medida, necesitamos la mediación continua de los traductores, y es un indicio de nuestra creciente penuria intelectual que en estos tiempos de abaratamientos y recortes se note tanto la baja consideración del oficio, la poca recompensa que obtienen los mejores y la prisa o el descuido con que se dejan pasar traducciones mediocres o directamente inaceptables. Curiosamente, también la mala traducción tiene sus admiradores, y su influencia literaria: cada vez más encuentra uno artículos de periódico e incluso páginas de novelas que están escritos como si fueran traducciones inexpertas del inglés, o incluso atroces doblajes de películas. Se ve que por los caminos de la ignorancia y el papanatismo estamos volviendo a los tiempos de mi adolescencia, cuando las estrellas del pop autóctono no tenían idea de inglés pero afectaban un acento americano al cantar en español.
Un amigo editor y poeta me aseguraba que ha decidido dejar de leer traducciones, porque le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce.
Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en otra lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor parte de los casos, y salvo ese amigo mío políglota que bien puede saber más lenguas de las que yo creo, o haber aprendido alguna más desde la última vez que hablé con él por teléfono (quizás tenga todavía más capacidad de hablar por teléfono que de aprender idiomas), uno está entregado de pies y manos: un día recibes un libro que debe de ser tuyo porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en la solapa, pero eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste hace tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera escrito en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta un acto de fe: si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se ha emocionado, leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del hebreo, o del griego, cabe perfectamente la posibilidad de que ahora suceda el efecto inverso. Gracias al traductor ocurrirá un prodigio: lo que tú has escrito resonará en la conciencia de alguien en una lengua del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no vas a estar nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la Luna resulta que son casi exactamente como tú. Puedo atestiguar que casi cada día, por ejemplo, Elvira Lindo recibe desde Irán cartas de lectores adolescentes y jóvenes que se han vuelto adictos a las aventuras de Manolito Gafotas en farsi. Lo más singular, sin dejar de serlo, resulta ser inteligible en casi cualquier parte. Algo se pierde siempre hasta en la mejor traducción, pero también se gana algo, o se fortalece algo, quizás el núcleo de universalidad que hay siempre en la literatura.
Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos, de tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe Bataillon, Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos días: Jacqueline Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda Kleinjan-van Braam, Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector: pero esa multiplicación, esa metamorfosis, es más acentuada aún en el caso de cada traductor. El traductor es el lector máximo, el lector tan completo que acaba escribiendo palabra por palabra el libro que lee. Él o ella es quien detecta los errores y los descuidos que el autor no vio y los editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y el sentido de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo. Willi Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas como el español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical.
Escuchaba hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan iguales en su devoción por el trabajo que hacen, y sentía gratitud y algo de remordimiento: una palabra que yo elegí por azar o instinto, una frase a la que dediqué tal vez unos minutos, les han podido causar horas o días de desvelo. Aprender sobre los límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir.
antoniomuñozmolina.es/

Fuente: Diario El País
Enlace: http://cultura.elpais.com/cultura/2012/09/26/actualidad/1348657096_697540.html